
Cuando hablo de la famosa «ley del embudo», no estoy hablando de la ley fisica de los vasos comunicantes de Blaise Pascal, os hablo de la ley en toda la extensión de la palabra, me refiero a esas leyes elaboradas a gusto del consumidor y en base a lo abultado de su bolsillo o tarjeta de crédito.
Desde tiempos inmemoriales aquí en España hemos ido con la tendencia de las tres B, «bueno, bonito y barato». Cuando el soltero quería casarse, el casado quería divorciarse. El soltero no encontraba ninguna mujer con la que emparentarse, y el casado encontraba a todas, incluida su mujer…
Hablando de matrimonios, parejas y demás entremeses, hoy me gustaría hablarles de lo fácil que es casarse y lo difícil que es descasarse, -separarse, divorciarse-. Y es que desde que se creó la «ley del embudo», allá por el siglo III antes de Cristo, no dejamos de preguntarnos que hay que hacer para ir al cielo.
La tan traída y llevada «ley del embudo» viene dando no pocos quebraderos de cabeza, tanto a los legisladores, como a los jurisprudentes que se encargan de aplicarlas. Esta ley no viene establecida en ningún Código ni Ley conocidos, pero si se hallase y supiésemos leer entre líneas, leeríamos algo así como: «lo ancho para mí y lo estrecho para el otro, y que se joda que es lo que toca…», o la otra, en este caso.
El elitista tribunal de la Rota, fue primera página de portadas en múltiples medios afines a la prensa rosa en la etapa anterior a nuestra actual democracia, fue un actor principal de nuestra vida social por dos razones; una, que, en las décadas perdidas correspondientes a la dictadura, en este país, no se divorciaba ni el chache por imperativo divino, y la otra, porque una oportuna concesión del Vaticano allá por el siglo XVIII, abrió delegación en estos pagos de Dios, y es que quien no tiene dinero no se casa, y mucho menos se descasa, -como se decía antes-.
Esta honorable institución eclesiástica, tenía y seguirá teniendo, sus vasos comunicantes y una fluida relación con su matriz romana desde «in illo tempore», y como no, algunos escándalos sonados. Hace muy pocos años, el Tribunal de la Rota declaró en rebeldía a Luigi Marinelli, un honesto monseñor que tenía una afición poco recomendable; le gustaba mirar debajo de las alfombras, cosa que bien vista indudablemente incorpora una saludable vocación gimnástica, pero, que tiene un inconveniente añadido, pues puedes ahuyentar a una colonia de murciélagos escapando de un tenebroso lugar.
Seguramente este ilustre de la Curia vaticana miraba, cuan mira, cualquier hijo de vecino debajo del felpudo donde dejó las llaves antes de salir en búsqueda del arca perdida. El obispo Marinelli escribió un libro tremebundo que levantó ampollas. En su momento puso al Vaticano en guardia ante las invectivas de muchos feligreses y de parte del clero progresista, teólogos de la Liberación y colectivos de base de la cristiandad que pensaban que los adentros de esta añeja y sagrada institución estaban llenos de secretillos inconfesables, mientras que a su vez ponía los pelos de punta a unas cuantas beatas que veían derrumbarse aquel rancio y secular trampantojo apolillado entre sus enormes contradicciones.
Este libro se tituló, «Lo que el viento se llevó en el Vaticano», y es un compendio de las debilidades que el ser humano manifiesta cuando no es observado por leyes o reglamentos y cuando se sabe cercano a la impunidad, que le otorga voluntad para hacer lo que le venga en gana. Este es un libro que certifica el divorcio definitivo entre las sencillas y lúcidas palabras de un Cristo idealizado frente a una realidad temporal y amoral. Aquel sencillo predicador que hablaba con cordura y sentido común de paz y amor, y que hoy sabemos que murió dos veces, una en el Gólgota, y otra, a las puertas del Vaticano. Porque en el intramuros de esta anciana institución la verdad y la razón de ser, dejó de tener sentido hace muchos siglos. Como íbamos diciendo, el Tribunal de la Rota no solo tenía su sede en Roma, también tenía en España una franquicia cedida por la Iglesia de Roma hacia la Corona española como deferencia por sus enormes aportes pecuniarios a la Santa Sede.
«Por un módico precio, este alto Tribunal ya se las apañaba para arreglar una nulidad matrimonial en breve espacio de tiempo…».
Pero la principal actividad del tribunal en nuestro país, no era la de adoctrinar o transmitir la palabra de los apóstoles en los sagrados Evangelios, no exactamente. Aquí en España tenían un caladero de ingresos “atípicos”, lo que implicaba que a todos aquellos, -y digo aquellos, porque las atribuladas mujeres de la época eran invisibles para esta colosal institución- que podían en un momento de fervor religioso llamar a las puertas de la Santa Madre Iglesia y les eran franqueadas estas con pasmosa facilidad además de con esmerada atención, por una módica pasta gansa con la que por arte de magia podían arreglar una nulidad matrimonial -lo que hoy en román paladino llamamos divorcio- así, tal cual, como que se me ha caído y no sé de donde.
Nadie está poniendo en duda la moralidad del Vaticano, ni de sus fieles instituciones, solamente se escuchó por ahí por los callejones que algunos prelados estaban demasiado condicionados por el sonido del vil metal. Evidentemente, estas prebendas no estaban al alcance del gran público que tenían que aguantar de por vida las invectivas de su costilla o a un zote embrutecido por las exigencias de la existencia; de lo que se deduce que, de aquel lúcido, avanzado y extraordinario mensaje del fundador del cristianismo, purpurados y “sotanizados” habían hecho de su capa un sayo habiendo descubierto un filón con el que engrasar los engranajes de su no tan oxidada máquina recaudadora, que habrá de durar mientras exista el universo.
De esta guisa, en origen, la Sacra Rota, o Tribunal de la Rota, definido como el más elevado órgano jurídico de la Iglesia Católica, si excluimos al Tribunal Supremo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, -antiguo Santo Oficio- y entre cuyas paredes se dilucidan los procesos de anulación de los matrimonios católicos, también tenía una función oculta y solapada a la vez por la que se intentaba proteger a la jerarquía eclesiástica del alud de acusaciones que desde todas las latitudes les llegan cada día. Caso de pederastia con condenas en firme, uso de prostitutas pagadas con el dinerito fresco del contribuyente, que en este caso son los feligreses, y más negocios que no viene al caso citar aquí.
El creyente y buen cristiano siempre creyó, que para serlo hay que parecerlo, y preguntarle al cura de turno que debe hacer para tener la conciencia limpia y huir del purgatorio, -como si para hacer el bien o creer en Dios hicieran falta intermediarios-. Las aguas residuales que se han originado tras adulterar una verdad que podría haber sido maravillosa, sabiamente administrada por gente que hubiera respetado los dignísimos valores cristianos que originalmente predicó aquel gran esenio en su periplo desde las cuevas de Qum Ram hasta el Gólgota, habría hecho de la Humanidad un sitio al mejor para todos.
Y es que, ya lo dijo un político esfinge español, “cuanto peor mejor”… Y se quedó tan ancho. Todavía hoy, el más alto tribunal eclesiástico de España es el de la Rota. En Madrid, en la calle del Nuncio, en el bellísimo barrio de los Austrias, un imponente edificio destaca sobre el empedrado del pavimento y reverbera los ecos de una época gris y de un pasado a digno de olvido.