Álvaro Filgueira. Suite Información.- Gabriel Rufián sorprende con un giro hacia el sentido común. De agitador a analista, el diputado de ERC encarna la madurez política que escasea en España.
El político que dejó de gritar para empezar a pensar
Hay transformaciones políticas que se perciben, y otras que se sienten. La de Gabriel Rufián pertenece a la segunda categoría. El diputado de ERC, que durante años fue sinónimo de provocación, sarcasmo y trending topic, parece haberse reconciliado con algo que en política resulta casi subversivo: la sensatez.
Su tono ha cambiado. Su lenguaje, también. Donde antes había ráfagas de ironía y consignas, hoy hay pausas, argumentos, incluso autocrítica. Y eso —en la fauna política española— es casi una mutación genética.
De bufón mediático a político razonable
Rufián siempre fue un animal mediático. Entendió el poder del gesto, la teatralidad y la provocación mucho antes que la mayoría de sus colegas. En una política obsesionada con el tuit y el titular, supo jugar sus cartas: habló el lenguaje del espectáculo, convirtió el Congreso en un escenario y, durante años, monopolizó la atención a golpe de frase ingeniosa.
Pero el tiempo, ese juez implacable, desgasta incluso el mejor guion. La hipérbole deja de impactar cuando se convierte en rutina. Y quizá Rufián, dotado de una inteligencia comunicativa fuera de duda, haya comprendido que el personaje empezaba a devorar al político.
De ahí, quizá, su viraje. Su nueva manera de intervenir —más reflexiva, más humana, menos incendiaria— parece el intento de reconciliar el fondo con la forma.
Un síntoma de madurez (o de agotamiento colectivo)
El cambio de Rufián no ocurre en el vacío. Llega en un momento en que la política española sufre una fatiga de materiales: discursos repetidos, polarización infinita, debates huecos. La ciudadanía está cansada.
Y, aunque parezca paradójico, el político que encarnaba la confrontación ha terminado representando la necesidad de desescalar.
Quizá Rufián no ha cambiado tanto como el contexto: ahora se premia la serenidad. Ya no se viraliza tanto el insulto, sino la réplica calmada. El clima social ha virado —y él, como buen lector del momento, ha sabido adaptarse.
No es el único. Muchos políticos que vivieron del choque y la consigna comienzan a ensayar discursos más moderados, conscientes de que el hartazgo ciudadano exige otra música. Pero en el caso de Rufián, el contraste es más visible porque su cambio es total: de provocador a portavoz del sentido común.
Entre la razón y la táctica
Por supuesto, siempre queda la duda. ¿Se trata de una evolución personal o de una estrategia calculada?
En política, la línea entre ambas cosas es fina como una promesa electoral. Rufián no ha dejado de ser hábil ni de leer el tablero con lucidez. Tal vez haya comprendido que la radicalidad tiene fecha de caducidad, que el votante premia la autenticidad más que la furia, y que el sentido común —tan escaso— puede convertirse en el mejor capital político.
Sea por convicción o conveniencia, su nuevo registro resulta incómodo para quienes viven de mantener el fuego encendido. Porque el silencio de un Rufián reflexivo tiene más efecto que el ruido de cien discursos vacíos.
La paradoja del rebelde domesticado
Su metamorfosis encierra una ironía deliciosa: el político que llegó al Congreso para dinamitarlo desde dentro se ha convertido en uno de sus miembros más coherentes.
No es que se haya rendido al sistema, sino que parece haber aprendido a moverse dentro de él con eficacia y cierta elegancia.
Ahora interpela sin gritar, ironiza sin humillar y debate sin necesidad de teatralizar. Y eso, en el ecosistema crispado del parlamentarismo español, equivale a una pequeña revolución.
La política, al fin y al cabo, no solo se mide por lo que se dice, sino por cómo se dice. Y Rufián ha pasado de ser el eco del ruido a ser la pausa que lo interrumpe.
El giro que retrata a todos
La historia de Gabriel Rufián no es solo la historia de un político que evoluciona; es el reflejo de una sociedad que empieza a exigir otra forma de representación.
Más sensata, más compleja, menos visceral.
Su tránsito del exceso a la mesura simboliza una necesidad colectiva de madurez: la de abandonar el combate permanente y recuperar la conversación.
Tal vez ese sea el verdadero mensaje de su transformación. No que haya cambiado de ideas, sino que ha aprendido que la razón también puede ser una forma de rebeldía.
Y en estos tiempos de ruido ensordecedor, que alguien elija pensar antes de gritar no solo sorprende: casi emociona.


