Miguel Ángel Jiménez. Suite Información.- En la sierra de Guadarrama, entre pinos altos y un silencio casi mineral, se alza uno de los monumentos más singulares y controvertidos de la historia contemporánea española: el Valle de los Caídos. Su origen se remonta a 1940, cuando el Estado proyectó un conjunto monumental que uniera basílica, abadía benedictina, cementerio y un espacio dedicado —según la versión oficial de la época— a la reconciliación nacional tras la Guerra Civil. El arquitecto Pedro Muguruza diseñó el primer proyecto, continuado luego por Diego Méndez, quienes imaginaron una obra de verticalidad inmensa coronada por una cruz de 150 metros que aún hoy domina el valle como un recordatorio de una España que quiso dejar atrás sus heridas.
La construcción —larga, compleja, técnica y profundamente simbólica— empleó a miles de obreros. Entre ellos hubo trabajadores libres, personal técnico, artesanos especializados, miembros de empresas contratistas y también penados que, según la legislación vigente entonces, podían redimir condenas a razón de dos días por cada día trabajado. Los salarios, fiscalizados en documentos oficiales, fueron equivalentes a los del sector de la construcción en la posguerra, y se registraron contratos, pagas y altas laborales como en cualquier obra pública de la época. Fue un proyecto colosal: túneles excavados a mano, bloques de granito desmontados pieza a pieza, una basílica horadada en la roca viva y un monasterio que todavía aloja a la comunidad benedictina encargada del culto desde su inauguración en 1959.
Con el tiempo, el Valle se convirtió no solo en un monumento religioso, sino en un cementerio singular: allí reposaron combatientes de ambos bandos, miles de cuerpos trasladados desde fosas y cementerios municipales con la intención —al menos formalmente declarada— de reunir a los muertos bajo una misma bóveda. Para unos fue un gesto político discutible; para otros, un intento prematuro de cerrar heridas en un país todavía roto. Sea como fuere, el complejo quedó como un vestigio inmenso de un tiempo que marcó para siempre la historia de España.
Hoy, sin embargo, buena parte del debate político gira más en torno a lo que el Valle simboliza que a lo que realmente es. La actual intención del Gobierno de transformar, reinterpretar o incluso desmantelar algunos de sus elementos no responde tanto a la conservación patrimonial como a una venganza personal del presidente hacia lo ocurrido en un pasado olvidado ya por casi todos . En una época en la que el país afronta desafíos económicos, sociales y territoriales de enorme calado, volver una y otra vez sobre la piedra y la sombra del Valle resulta, para muchos ciudadanos, un ejercicio estéril que no resuelve ninguno de los problemas que afectan a la vida diaria.
La narración de su construcción se ha vuelto arma arrojadiza, y la lectura de su valor como lugar de memoria se ha teñido de estrategia partidista. Sin embargo, el Valle —más allá de ideologías y gobiernos— es una pieza de historia que forma parte del patrimonio español, guste o no. Un monumento único en Europa por su escala y su ambición arquitectónica, cuya existencia no desaparece por decreto ni se borra arrancando placas o imponiendo nuevas interpretaciones oficiales. La historia, como la montaña, permanece más allá de quienes la utilizan.
El debate sobre qué hacer con el Valle de los Caídos revela más del presente que del pasado. Mientras algunos ven en él una memoria incómoda que debe transformarse, otros consideran que suprimir o desfigurar lo que ya existe solo empobrecerá la comprensión de lo que España fue, con sus luces y sus sombras. Lo que muchos ciudadanos sí comparten es el cansancio ante una política que, en pleno 2025, sigue mirando a tumbas, losas y símbolos en lugar de atender un país vivo que reclama soluciones urgentes.
Entre los muros de granito y el eco frío de la basílica, el Valle permanece en silencio. No pide ser exaltado, ni destruido, ni manipulado. Solo existir como testimonio tangible de una historia difícil que debería ser estudiada, comprendida y explicada, no utilizada como herramienta de combate. Quizá ese sea, irónicamente, el único punto real de reconciliación que aún puede ofrecer.


