Álvaro Filgueira. Suite Información.- La mentira como herramienta política
La política española atraviesa una fase en la que la frontera entre la mentira y la estrategia se ha difuminado peligrosamente. Las recientes declaraciones de Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso, afirmando que “mentir no es ilegal”, no solo desataron la polémica, sino que reflejan con crudeza una tendencia cada vez más aceptada en el discurso político: la mentira como instrumento legítimo de comunicación.
El Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo ha intentado marcar distancia del tono y las formas de Ayuso y su entorno, pero el silencio o la tibieza ante afirmaciones de este tipo terminan convirtiéndose en complicidad política. En un país donde la confianza ciudadana en los partidos tradicionales está bajo mínimos, justificar la mentira como algo “no punible” es, cuando menos, una torpeza ética.
Sánchez y el arte del eufemismo: “no miento, cambio de opinión”
Del otro lado del tablero, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha hecho de la capacidad de rectificar un sello personal. Desde aquella moción de censura de 2018, ha repetido hasta la saciedad que “no miente, cambia de opinión”.
Sin embargo, esa aparente flexibilidad se ha convertido en un terreno resbaladizo: lo que en un político se valora como capacidad de adaptación, en Sánchez se percibe —por parte de amplios sectores de la ciudadanía— como oportunismo.
Ejemplos no faltan: del rechazo frontal a los indultos a los líderes del procés a su posterior concesión; de su “no” a pactar con Podemos al actual Gobierno de coalición; o de sus críticas a los nacionalismos periféricos a su acercamiento táctico al independentismo catalán. En todos los casos, la coherencia ha cedido ante la conveniencia.
Mentir sin consecuencias: el nuevo contrato político
La normalización de la mentira política no es un fenómeno aislado de España. Ocurre en democracias de todo el mundo, desde Estados Unidos hasta Italia, donde la posverdad y el relato han sustituido al hecho verificable como eje de la comunicación política.
Sin embargo, lo preocupante es que en España esta deriva se ha convertido en una herramienta sistemática de supervivencia electoral.
Ni PP ni PSOE parecen dispuestos a asumir que el desgaste de la credibilidad democrática no se debe solo a la corrupción o la crispación, sino a algo más profundo: la erosión de la palabra dada. Cuando la mentira deja de ser una excepción y pasa a ser parte del guion, el votante deja de exigir coherencia.
La ética que no cotiza en las urnas
El problema de fondo no es legal, sino moral.
Miguel Ángel Rodríguez tiene razón en una cosa: mentir no es ilegal. Pero la ley no lo prohíbe porque se presupone que la ética política debería impedirlo.
Y ahí está el vacío: cuando la ética se convierte en una variable de marketing electoral, cualquier declaración puede reinterpretarse como un matiz, cualquier promesa como una “intención” y cualquier contradicción como un “cambio de opinión”.
En ese contexto, los discursos se llenan de eufemismos: “no miento, evoluciono”, “rectifico”, “me adapto”. Y mientras tanto, la confianza en los políticos se erosiona un poco más cada día.
Cuando el relato sustituye a la verdad
Lo que el PP presenta como una justificación y el PSOE como una estrategia de flexibilidad no son más que dos caras de la misma moneda: una política que ha renunciado a la verdad como valor de fondo.
El ciudadano medio, cansado de discursos huecos, asiste al espectáculo de la posverdad institucionalizada con una mezcla de cinismo y resignación.
Quizá el verdadero desafío para la democracia española no sea que los políticos mientan, sino que los votantes hayan dejado de sorprenderse cuando lo hacen.