Manuel Recio Abad. Suite Información.– Llegó lo que muchos por no decir todos, a un lado y a otro del muro, esperábamos: el magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado ha procesado al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, y a la fiscal jefe provincial de Madrid, Pilar Rodríguez, por un delito de revelación de secreto, por las filtraciones relacionadas con el caso de la pareja de Isabel Diaz Ayuso, investigado por un presunto fraude fiscal.
No estamos ante unas diligencias previas, pues el magistrado las ha transformado en procedimiento abreviado contra García Ortiz y Rodríguez, pues considera que se aprecian indicios de delitos suficientes como para procesarlos.
La reacción del ministro de justicia no puede ser más inadecuada y a la vez sorprendentemente lógica, máxime cuando según el magistrado, García Ortiz recibió instrucciones desde Presidencia del Gobierno para proceder a la revelación pública del secreto.
En la actualidad en Europa se abusa de la prisión preventiva: uno de cada cinco encarcelados no ha tenido juicio. Según los datos más recientes, en 2025, hay más de 8.600 presos en España que se encuentran en prisión preventiva, es decir, encarcelados sin juicio y pendientes de condenas en firme. Esto representa alrededor del 15% de la población reclusa del país. El resto cumple condena y en un altísimo porcentaje ha aceptado el contenido de la sentencia firme y presentado voluntariamente en un centro penitenciario para cumplir la pena impuesta de privación de libertad. Entra por lo tanto esa asunción y aceptación dentro del juego democrático de reconocimiento al poder judicial en cuanto a la resolución frente a los delitos recogidos en el Código Penal.
La Fiscalía en ello tiene un papel fundamental: la defensa del interés público y la lucha contra el delito. Cuando su máximo representante está bajo un proceso judicial, de forma irremediable genera dudas sobre la imparcialidad y la eficacia de toda la institución.
La confianza del ciudadano en el sistema judicial se está viendo afectada, ya que se espera que quienes ocupan altas responsabilidades públicas actúen con la necesaria integridad. La permanencia en el cargo del Fiscal General una vez que ha sido procesado, da lugar a percepciones de impunidad y de carencia de responsabilidad ante actos que ya fueron considerados como ilícitos por el Tribunal Supremo.
La desconfianza entre los ciudadanos respecto a cómo se están gestionando y justificando desde el gobierno los casos de corrupción y delitos cometidos por figuras públicas afines, es absoluta. Estamos ante una situación límite.
La posición del Fiscal General del Estado va a influir en el trabajo y la moral de otros fiscales. Si ven que su máximo representante no asume su responsabilidad, sin duda afectará al compromiso y ética profesional del conjunto. Los fiscales se sentirán desmotivados o presionados, lo que repercutirá en su desempeño y en la correcta percepción pública de sus acciones.
En definitiva, si no hay una pronta dimisión, se verá afectada la imagen de todos los fiscales y del sistema judicial en general. Es crucial que las instituciones mantengan altos estándares éticos para garantizar la confianza pública y el respeto por el estado de derecho.
De no ser así se consolidará la idea de que la justicia no es igual, es decir, la misma para todos y cada día resultará más complicado su correcta administración en un país en el que aquellos que debieran dar ejemplo utilizan su poder e influencia para saltarse la norma a la torera, no cumpliendo con su deber ético y soslayando la obligación de dar la imagen debida que conlleva el compromiso de tan alto cargo.
Un pésimo ejemplo para todos.