Álvaro Filgueira. suiteinformación.- La reciente DANA en Valencia no es solo un evento atmosférico desafortunado; es una catástrofe de dimensiones devastadoras que ha sumido en el luto y la pérdida a cientos de familias y dejado tras de sí un paisaje de desolación y ruinas. Con un saldo de más de 150 fallecidos, junto a decenas de personas heridas y desaparecidas, la tragedia no distingue entre viviendas, empresas o cultivos: lo ha arrasado todo. Es en estos momentos, cuando la población valenciana se enfrenta a una realidad de reconstrucción a todos los niveles, que urge una respuesta clara, eficiente y rápida de nuestros representantes.
Sin embargo, mientras los ciudadanos sobreviven en condiciones precarias, los políticos parecen más interesados en girar la vista a sus tradicionales excusas: sí, otra vez culpas repartidas, discursos grandilocuentes y promesas a medio camino entre el consuelo y la campaña electoral. La incapacidad de anticipación, de coordinación y de movilización rápida de recursos deja una vez más a la ciudadanía sola ante el desastre, soportando una carga emocional y económica que debería ser asumida con prioridad por los organismos de gobierno.
Cada minuto cuenta en una situación como esta, pero el sistema parece seguir paralizado en su eterna espera por aprobar ayudas o implementar soluciones que deberían activarse sin demora. La falta de políticas de mitigación y adaptación climática adecuadas es una deuda que los gobiernos llevan arrastrando desde hace décadas. La cuestión no es si volveremos a enfrentar tragedias similares, sino cuándo y con qué preparación. Esta DANA es un recordatorio doloroso de la urgencia de actuar y de la frivolidad de ignorar los efectos cada vez más destructivos del cambio climático.
Y, aún así, algunos políticos insisten en cuestionar las causas de estos fenómenos, mientras la evidencia científica es clara: el cambio climático es una realidad que multiplica la intensidad y la frecuencia de estos eventos extremos. Por cada minuto que se invierte en estos debates estériles, se pierde la oportunidad de implementar cambios efectivos que, en el futuro, pueden significar la diferencia entre una comunidad a salvo y una ciudad devastada.
La gente de Valencia merece algo mejor. Quienes han perdido familiares, hogares o medios de vida no pueden esperar a que el aparato burocrático decida si libera fondos en semanas, meses o incluso años. La indignación y el hartazgo crecen, y con razón. Los ciudadanos merecen una respuesta ágil, humana y tangible, un plan de recuperación que no quede solo en palabras y buenas intenciones. Si alguna vez hubo un momento para exigir responsabilidad y empatía de quienes ocupan cargos públicos, es ahora.
La fuerza y la resiliencia de los valencianos nos recuerdan que, a pesar de la devastación, el espíritu de comunidad no se quiebra. Con la misma energía con la que enfrentan la tragedia, exijamos soluciones reales y apoyo inmediato. Las palabras de consuelo están bien, pero los hechos son los que realmente importan cuando todo está en juego.