Los misterios de la casta brava necesitan toreros encastados herrados a fuego. De Justo estaba en peregrina ruta en un largo viaje de dolor y resurrección artística. Y digo estaba, pues hoy en Madrid ha cubierto una etapa clave del camino y está más cerca del destino.
En este quinto, de dócil nombre Periquito pero incierta y encastada condición, Emilio de Justo, desenterrando fantasmas de un pasado cercano, ha cuajado una obra de emoción arrebatada, madurez de artista entregado, y rozando la tragedia, ha bordado el toreo al natural de épica y emocional factura. La espada y el toro que no dobló le han privado de un incontestable doble premio, pero creo que en esta ocasión era lo de menos. La obra quedará grabada en el recuerdo de los aficionados; y en el corazón del torero, que rozando el infierno entre las astas de Periquito, se ha reencontrado con la senda de un torero encastado que nunca dejó de luchar por volver desde aquel fatídico y ya olvidado Domingo de Ramos.
(Nota. Acompaño este texto con una foto del gran Philippe Gil Mir en un ya lejano septiembre del 17 en Mont de Marsan. Emilio ya era por aquel entonces un caminante solitario en busca de su destino)
