M. Recio. suiteinformación.- La Feria. Deje de ir a la Feria aquel año en el que nadie, absolutamente nadie, ninguno de mis amigos, hermanos, primos, nadie, se acordó de llamarme para tomar una copa de vino juntos en el Real. Aquel día entendí que semejante lugar, que se asemeja a un gran campo de concentración a rayas, ya no era para mi, que todas las ferias vividas debían ser resumidas en mi memoria e intentar guardar aquellos momentos tan difíciles de borrar. Me apeno al recordar tantos años de besos y abrazos, de baile por sevillanas, rumbas… Compromisos a los que atender a coste variable pero siempre con generosidad y a mi cargo. Todo lo que empieza acaba y este año decidí decir adiós definitivamente. ¿Qué es una Feria sin familia, sin aquellas amistades? ¿O no eran amistades? Amigos que se fueron por el desagüe de los intereses o porque Dios así lo quiso y familiares que te olvidan paro lo alegre.
No ser famoso tiene también sus consecuencias. Por ejemplo te priva de ser invitado por El Turronero, que no es aquel comerciante modesto que regenta un puesto de turrones y tiras de coco mojado por un sonoro chorrito de agua, en la Calle del Infierno o aledaños. Eso me produce cierto desazón. No alcanzo ni siquiera el escalón mínimo de conocimiento social necesario como para copear con María del Monte, Fran Rivera, Rosauro Varo, etc. Eso no me deja vivir, ni concilio el sueño por las noches. La envidia más insana corroe mis entrañas y tengo pesadillas aún despierto.
Una buena amiga de las que ya se fueron dijo de mí que en Sevilla, yo era una leyenda urbana. ¡¡¡Que exageración!!!.
Voy a subir a un coche de caballos atestado, propiedad de un adinerado coleccionista, enamorado de la tracción sangre y alguien desde arriba, el pescante, creo que se llama, poniéndome la mano en el pecho y amenazándome con un látigo va y me dice: “ tú no”.
Me quedo en tierra. Me cachis….
Desconozco si Tom Wolfe arribó a Sevilla antes de editar en 1987 su novela “La Hoguera de las Vanidades”. Si no lo hizo perdió una gran oportunidad para tomar notas y así tener motivos para escribir un segundo tomo.
Un beodo de cara conocida, al pasar por su caseta, del que no recuerdo su nombre, me zampa un abrazo y me suelta:” Que bien te veo, por ti no pasan los años…” . Me digo aquello de “No ni na” y espero su invitación a una copa de manzanilla y una ración de jamón de esas de veinte euros, pero el evento no llega a producirse. Tengo la sensación de que la pretensión última del tan efusivo abrazo no era otra que la de limpiarse sus manos de fuerte hedor a queso en mi terno.
Camino errante por el albero húmedo y apelmazado, la mirada perdida, a lo lejos oigo sevillanas de letras incomprensibles y cascos de caballos golpeando fuertemente los adoquines. Me elevo como un dron recordando mi primer viaje por las alturas dentro un pañuelo colgado del pico de una cigüeña. Ya no me duelen los pies, ni pido disculpas al tropezar con alguien. Los ruidos se alejan y empiezo a conciliar el sueño. Un sueño dentro de otro.