Álvaro Filgueira. suiteinformación.- Llegado septiembre, la tragedia se desata: ese mes infame que, como ladrón en la noche, nos arranca sin piedad del esplendor del verano para confinarnos en la grisura de lo cotidiano. Este cambio de escenario se siente como pasar de la suite de un Hotel Particular, ese paraíso de ocio y despreocupación, a las frías y asépticas paredes de un Hospital Psiquiátrico, donde el alma, amordazada por la rutina, languidece.
Los doctos del alma moderna han osado bautizar esta transición como “síndrome post-vacacional”, un término tan altisonante como ineficaz para describir lo que no es más que la desgarradora realidad de ver la libertad evaporarse al amanecer de un nuevo mes. ¡Ah, el Hotel Particular! Allí, cada día era una página en blanco donde el sol se deslizaba suave, las horas eran nuestras sirvientas, y el tiempo, ese cruel dictador en otras épocas, nos rendía pleitesía. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, septiembre nos encierra en el Hospital Psiquiátrico de la vida laboral, donde los días son interminables pasillos blancos, sin puertas ni ventanas hacia el placer.
El malestar no se deja esperar: cansancio, ansiedad, apatía. El “síndrome post-vacacional” , dicen, afecta entre un 25% y un 30% de los trabajadores, pero me pregunto si esa estadística no se queda corta. Porque, ¿quién, con una pizca de sensibilidad, puede volver del Hotel Particular sin sentir que ha sido condenado a cadena perpetua en este Hospital Psiquiátrico? Ya no nos enfrentamos a la tiranía del trabajo con el vigor del que vuelve renovado, sino con el desasosiego de quien sabe que la libertad es solo una ilusión, un espejismo que durará tan poco como el eco de una carcajada en la memoria.
Septiembre es, pues, el verdugo de nuestros sueños estivales. Ya no somos los nobles señores de nuestro tiempo, sino los pacientes de una clínica mental, donde el reloj marca cada hora con la exactitud de un electroshock. Las tareas, que durante el verano parecían lejanos rumores, se alzan ahora como muros infranqueables; y esa felicidad sin nombre que sentimos bajo el sol queda sepultada bajo toneladas de correos electrónicos y reuniones insulsas.
Aquí, en este Hospital Psiquiátrico de septiembre, el tratamiento es la resignación. “Ve con calma”, nos dicen los especialistas, como si la solución fuera tan simple como ajustar un dial interno, regulando nuestras emociones como si fuéramos máquinas. Pero la mente, esa criatura caprichosa, no obedece. Durante el verano, se había acostumbrado a la vida en el Hotel Particular, donde los días fluían como vino en una fiesta sin fin. Ahora, se rebela, y no puede comprender por qué la dicha se ha tornado en tedio.
Pero no es solo el regreso al trabajo lo que nos aplasta. La sociedad misma parece confabularse en nuestra contra. Septiembre es el mes de las grandes expectativas: retoma tus hábitos saludables, inscríbete en el gimnasio, mejora tu productividad. Nos bombardean con imperativos vacíos, mientras nosotros, que apenas hemos conseguido sobrevivir al trauma de la vuelta, nos sentimos como pacientes sometidos a una sesión interminable de terapia conductual, donde cada comportamiento, cada decisión, es escrutada y medida.
El Hospital Psiquiátrico nos ofrece una cura falsa: el autoengaño. Nos convencemos de que volver al trabajo es lo “correcto”, que nuestras vidas necesitan esta estructura, que el placer perpetuo es una quimera. Pero, ¿a qué costo? ¿No es acaso la vida una sucesión de breves momentos de libertad, envueltos en largos periodos de encierro? Quevedo, ese maestro de la ironía, lo hubiera dicho mejor: la vida no es sino una larga prisión, salpicada de fugas ilusorias. Y septiembre es el retorno ineludible a nuestra celda.
Por ello, al cruzar el umbral de septiembre, lo hacemos como reclusos que han sido arrastrados de vuelta a su confinamiento. El Hotel Particular, con su dulce libertad, es ahora solo un recuerdo, una estancia temporal que no pudimos prolongar. En cambio, el Hospital Psiquiátrico nos espera, no con brazos abiertos, sino con batas blancas y rutinas rígidas. Nos diagnostican: ansiedad, estrés, depresión postvacacional. Nos recetan tiempo, como si el tiempo mismo no fuera el culpable de nuestra dolencia.
Tal vez la única solución sea recordar que el Hotel Particular no está fuera, sino dentro de nosotros. Aunque las paredes del Hospital Psiquiátrico se cierren cada día un poco más, aunque el horizonte laboral parezca extenderse hacia el infinito, siempre podemos refugiarnos en el recuerdo del verano, en esa libertad efímera que, por breve que fuera, nos mostró que la vida no siempre tiene que ser una cárcel.
Septiembre es el recordatorio amargo de que la felicidad es tan frágil como una burbuja, y que el Hotel Particular es solo un lugar temporal, del que siempre seremos expulsados. Pero también es un recordatorio de que, aunque el Hospital Psiquiátrico nos acoja con su fría lógica y sus estrictos horarios, nuestra mente aún es capaz de escapar. Y, de vez en cuando, en medio del tedio, podemos cerrar los ojos y volver, aunque sea por un instante, a esa suite dorada, donde el tiempo era nuestro amigo y el placer, nuestra única preocupación.